Aún recuerdo cuando, no hace mucho tiempo, cogía algún tren de largo recorrido y sacaba mi libro y mis agujas de calcetar. La reacción del vagón con un libro era inexistente (si acaso me miraban por hacer ruido) pero cuando me veían con mis ovillos y mis agujas me miraban como a un bicho raro. A día de hoy no sorprende encontrarse a gente quedando en un bar para calcetar o incluso en plena calle (y menos mal)

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